El modelo de organización griego tenía cierto parecido con el de Canaán, donde las diversas tribus (descendientes de Canaán) constituyeron pequeños reinos, con frecuencia organizados en torno a una ciudad en particular. Los griegos llamaban a la ciudad-estado pó·lis, un término que al parecer al principio se aplicó a una acrópolis, o altura fortificada, en torno a la cual se fueron asentando grupos de colonos. Con el tiempo, se designó con el término toda la zona poblada y a los ciudadanos que integraban la ciudad-estado. La mayor parte de las ciudades-estado griegas eran de poca extensión y por lo general no tenían más de 10.000 ciudadanos (aparte de mujeres, esclavos y niños). Hacia el siglo V a. E.C., cuando Atenas se hallaba en su cenit, se dice que solo tenía alrededor de 43.000 ciudadanos varones; Esparta solo tuvo unos 5.000. A semejanza de los pequeños reinos cananeos, las ciudades-estado griegas se coligaban y también luchaban entre sí. El país permaneció fragmentado hasta la llegada de Filipo II de Macedonia.
Período de las guerras persas. La aparición del Imperio medopersa bajo el rey Ciro (quien conquistó Babilonia en 539 a. E.C.) supuso una amenaza para Grecia. Ciro ya había conquistado Asia Menor, y también las colonias griegas que allí había. En su tercer año (seguramente como gobernante de Babilonia), el mensajero angélico de Jehová informó a Daniel que el cuarto rey de Persia “[levantaría] todo contra el reino de Grecia”. (Da 10:1; 11:1, 2.) El tercer rey persa (Darío Histaspes) reprimió una sublevación de las colonias griegas en 499 a. E.C. y se preparó para invadir Grecia, pero la flota invasora persa naufragó debido a una tormenta en el año 492 a. E.C. En 490 a. E.C., una gran fuerza persa penetró en Grecia, pero un pequeño ejército de atenienses la derrotó en las llanuras de Maratón, al NE. de Atenas. Cuando Jerjes, el hijo de Darío, se propuso vengar esta derrota, actuó como el predicho ‘cuarto rey’, de modo que agitó a todo el imperio, consiguió formar una imponente fuerza militar y en el año 480 a. E.C. cruzó el Helesponto.
Aunque en esta ocasión diversas ciudades-estado principales griegas se unieron para detener la invasión, las tropas persas marcharon a través de la parte septentrional y central de Grecia, llegaron a Atenas y quemaron la Acrópolis, su elevada fortificación. Sin embargo, en el mar, los atenienses y otros griegos que los apoyaban superaron en estrategia a sus enemigos e hicieron naufragar la flota persa (junto con los fenicios y sus otros aliados) en Salamina. Reforzaron esta victoria derrotando a los persas en tierra, en Platea y en Micale, en la costa occidental de Asia Menor, lo que obligó a las fuerzas persas a abandonar Grecia.
Supremacía ateniense. Gracias a su gran flota, Atenas consiguió el liderazgo de Grecia. Desde entonces hasta aproximadamente el año 431 a. E.C. Atenas vivió su “edad de oro”, cuando se produjeron las obras de arte y arquitectura más famosas. Pudo tener unos 155. 000 habitantes en su ciudad. Atenas encabezó la Liga de Delos, que estaba formada por varias ciudades griegas y diversas islas. La Liga del Peloponeso, encabezada por Esparta, se resintió de la supremacía ateniense y como consecuencia estalló la guerra del Peloponeso. Duró desde 431 hasta 404 a. E.C., cuando los espartanos derrotaron definitivamente a los atenienses. El rígido régimen de Esparta continuó hasta aproximadamente el año 371 a. E.C., y le siguió la hegemonía de Tebas. Grecia entró en un período de decadencia política, aunque Atenas continuó siendo el centro cultural y filosófico del Mediterráneo. Finalmente, la naciente potencia macedonia, bajo Filipo II, conquistó Grecia en 338 a. E.C., cuando el país fue unificado y comenzó el control macedonio.
Grecia bajo Alejandro Magno. En el siglo VI a. E.C. Daniel recibió una visión profética que predecía que Grecia acabaría con el Imperio medopersa. Alejandro, el hijo de Filipo, fue educado por Aristóteles, y después del asesinato de Filipo, llegó a ser el adalid de los pueblos de habla griega. En el año 334 a. E.C. se propuso vengarse de Persia por sus ataques a algunas ciudades griegas de la costa occidental de Asia Menor. Su conquista relámpago, no solo de toda Asia Menor, sino también de Siria, Palestina, Egipto y todo el Imperio medopersa, hasta la India, cumplió el cuadro profético de Daniel 8:5-7, 20, 21. (Compárese con Da 7:6.) Cuando Grecia asumió el control de Judea en 332 a. E.C., llegó a ser la quinta potencia mundial desde el punto de vista de la nación de Israel. Las cuatro anteriores habían sido: Egipto, Asiria, Babilonia y Medo-Persia.
Siguiendo los planes de su padre, Filipo II, conquistó las provincias persas de Oriente Medio. Sus 47.000 hombres cruzaron los ríos Éufrates y Tigris y dispersaron en Gaugamela a los 250.000 soldados de Darío III. Este huyó y posteriormente fue asesinado, lo que puso fin a la dinastía persa. Grecia se convirtió entonces en la potencia mundial, y Alejandro ‘gobernó con dominio extenso e hizo según su voluntad’.
Para el año 328 a. E.C. las conquistas de Alejandro terminaron, y entonces tuvo su cumplimiento la parte restante de la visión de Daniel. En 323 a. E.C., Alejandro murió en Babilonia, y, tal como se había predicho, su imperio se dividió en cuatro reinos, ninguno de los cuales alcanzó el poder del imperio original. (Da 8:8, 21, 22; 11:3, 4).
Sin embargo, antes de su muerte Alejandro había conseguido introducir la cultura y el idioma griegos en todo su vasto imperio. En muchas tierras conquistadas se fundaron colonias griegas. En Egipto se edificó la ciudad de Alejandría, que llegó a rivalizar con Atenas como centro cultural. Así se empezó a helenizar a muchas de las regiones mediterráneas y del Oriente Medio. La koiné (el griego común) llegó a ser la lingua franca internacional. Fue el idioma que emplearon eruditos judíos de Alejandría para hacer la Versión de los Setenta, una traducción de las Escrituras Hebreas de la Biblia. Más tarde, las Escrituras Griegas Cristianas se escribieron en este mismo idioma y la internacionalidad de este contribuyó a la rápida propagación de las buenas nuevas cristianas por todo el Mediterráneo.
El vasto imperio de Alejandro no pasó “a su posteridad”. Su hermano, Filipo III Arrideo, reinó menos de siete años y en 317 a.E.C. fue asesinado a instancias de Olimpia, la madre de Alejandro. El hijo de este, Alejandro IV, gobernó hasta 311 a.E.C., fecha en que halló la muerte a manos de Casandro, uno de los generales de su padre. Heracles, hijo ilegítimo de Alejandro, procuró ocupar el puesto de su padre, pero en 309 a.E.C. fue asesinado. Así terminó el linaje de Alejandro, y “su dominio” se apartó de su familia.
A la muerte de Alejandro, su reino fue “dividido hacia los cuatro vientos”. Sus numerosos generales pelearon entre sí en su afán por apoderarse de los territorios que él había conquistado. El general tuerto Antígono I trató de dominar todo el imperio de Alejandro, pero cayó en Frigia, en la batalla de Ipsos. Para el año 301 a.E.C., cuatro generales de Alejandro gobernaban los inmensos territorios que su comandante en jefe había conquistado. Casandro regía Macedonia y Grecia; Lisímaco controlaba Asia Menor y Tracia; Seleuco I Nicátor, Mesopotamia y Siria, y Tolomeo Lago, Egipto y Palestina. En fiel cumplimiento de la profecía, el gran imperio de Alejandro se dividió en cuatro reinos helenísticos.
Casandro murió a los pocos años de llegar al poder, y en 285 a.E.C., Lisímaco tomó posesión de la sección europea del Imperio griego. En 281 a.E.C., Lisímaco cayó en combate ante Seleuco I Nicátor, dejando a este el dominio de la mayoría de los territorios asiáticos. Antígono II Gonatas, nieto de un general de Alejandro, subió al trono de Macedonia en 276 a.E.C. Con el tiempo, Macedonia pasó a depender de Roma hasta acabar por convertirse, en 146 a.E.C., en una de sus provincias.
De los cuatro reinos helenísticos, solo dos siguieron desempeñando un papel destacado: los de Seleuco I Nicátor y Tolomeo Lago. El primero estableció la dinastía seléucida en Siria, y fundó, entre otras, la ciudad de Antioquía —la nueva capital siria— y la ciudad portuaria de Seleucia. Más tarde, el apóstol Pablo enseñó en Antioquía, donde por vez primera se llamó cristianos a los discípulos de Jesús (Hechos 11:25, 26; 13:1-4). Aunque Seleuco murió asesinado en 281 a.E.C., su dinastía se mantuvo en el poder hasta 64 a.E.C., año en que el general romano Cneo Pompeyo hizo de Siria una provincia de Roma.
De los cuatro reinos helenísticos, el que más duró fue el de Tolomeo Lago, o Tolomeo I, quien se proclamó rey en 305 a.E.C. La dinastía tolemaica que fundó siguió gobernando Egipto hasta que el país cayó en poder de Roma, en 30 a.E.C.
Por consiguiente, de los cuatro reinos helenísticos surgieron dos reyes poderosos: el de Siria, Seleuco I Nicátor, y el de Egipto, Tolomeo I.
Escuchemos las palabras con las que el ángel de Jehová narra el comienzo de este intenso conflicto: “El rey del sur se hará fuerte, aun uno de sus príncipes [de Alejandro]; y [el rey del norte] prevalecerá contra él y ciertamente gobernará con dominio extenso mayor que el poder gobernante de aquel” (Daniel 11:5). Los títulos “rey del norte” y “rey del sur” hacen alusión a los reyes que se encontraban, respectivamente, al norte y al sur del pueblo de Daniel, que para aquel tiempo se hallaba libre del cautiverio babilónico y de vuelta en la tierra de Judá. El primer “rey del sur” fue Tolomeo I de Egipto. Por otro lado, el papel de “rey del norte” lo desempeñó Seleuco I Nicátor, un general de Alejandro que, tras convertirse en rey de Siria, prevaleció sobre Tolomeo I y gobernó “con dominio extenso”.
Al inicio del conflicto, la tierra de Judá se hallaba bajo el dominio del rey del sur. Hacia el año 320 a.E.C., Tolomeo I comenzó a animar a los judíos a establecerse como colonos en Egipto, de modo que floreció una comunidad judía en Alejandría, ciudad en la que dicho rey fundó una famosa biblioteca. Los judíos que habitaban Judá permanecieron sometidos al Egipto tolemaico —el rey del sur— hasta el año 198 a.E.C.
Tocante a los dos reyes, el ángel profetizó: “Al fin de algunos años se aliarán uno con otro, y la hija misma del rey del sur vendrá al rey del norte para hacer un arreglo equitativo. Pero ella no retendrá el poder de su brazo; y él no subsistirá, ni su brazo; y ella será cedida, ella misma, y los que la trajeron, y el que causó su nacimiento, y el que la hizo fuerte en aquellos tiempos” (Daniel 11:6). ¿Cómo se cumplieron estas palabras?
La profecía no hizo alusión alguna al hijo y sucesor de Seleuco I Nicátor, Antíoco I, pues este no libró ninguna batalla decisiva contra el rey del sur. En cambio, su sucesor, Antíoco II, sostuvo una larga contienda con Tolomeo II, hijo de Tolomeo I. Antíoco II y Tolomeo II constituyeron, respectivamente, el rey del norte y el rey del sur. Antíoco II se casó con Laodice, y ambos tuvieron un hijo llamado Seleuco II. Tolomeo II, por su parte, tuvo una hija llamada Berenice. En 250 a.E.C., estos dos reyes llegaron a “un arreglo equitativo”. A fin de cumplir los términos de esta alianza, Antíoco II se divorció de su esposa, Laodice, y se casó con Berenice, “la hija misma del rey del sur”, la cual le dio un hijo que se convirtió en el heredero del trono de Siria en lugar de los hijos de Laodice.
El “brazo” de Berenice, el poder que la respaldaba, era su padre, Tolomeo II. Cuando este murió en 246 a.E.C., ella ‘no retuvo el poder de su brazo’, pues no encontró el mismo apoyo en su marido. Antíoco II la repudió, se volvió a casar con Laodice y nombró sucesor al hijo de esta. De acuerdo con los planes de Laodice, Berenice y su hijo fueron asesinados, y parece que los sirvientes que habían llevado a Berenice de Egipto a Siria —“los que la trajeron”— corrieron la misma suerte. Laodice llegó al punto de envenenar a Antíoco II, así que el “brazo” o poder de este no subsistió. Por consiguiente, fallecieron tanto el padre de Berenice —“el que causó su nacimiento”— como su esposo sirio —quien por un tiempo “la hizo fuerte”. La muerte de ambos convirtió a Seleuco II, el hijo de Laodice, en rey de Siria. ¿Qué represalias tomaría el siguiente rey tolemaico?
“Uno del brote de las raíces de ella ciertamente se pondrá de pie en la posición suya —dijo el ángel—, y él vendrá a la fuerza militar y vendrá contra la plaza fuerte del rey del norte y ciertamente actuará contra ellos y prevalecerá.” (Daniel 11:7.) “Uno del brote” de los padres, o “raíces”, de Berenice fue el hermano de esta, el faraón de Egipto Tolomeo III. A la muerte de su padre ‘se puso de pie’ como rey del sur e inmediatamente se dispuso a vengar el asesinato de su hermana. Avanzó contra el rey de Siria Seleuco II —de quien Laodice se había servido para dar muerte a Berenice y al hijo de esta—, y atacó “la plaza fuerte del rey del norte”. Tolomeo III tomó el sector fortificado de Antioquía y mató a Laodice. Luego se dirigió hacia el este a través de los dominios del rey del norte, saqueó la región de Babilonia y prosiguió hacia la India.
¿Qué sucedió a continuación? El ángel de Dios nos lo dice: “Y también con los dioses de ellos, con sus imágenes fundidas, con sus objetos deseables de plata y de oro, y con los cautivos vendrá a Egipto. Y él mismo por algunos años se mantendrá apartado del rey del norte” (Daniel 11:8). Más de doscientos años antes, el rey persa Cambises II había conquistado Egipto y se había llevado consigo los dioses egipcios, “sus imágenes fundidas”. Tolomeo III recuperó aquellos dioses en el saqueo de Susa, la antigua capital real persa, y se los llevó ‘cautivos’ a Egipto junto con un botín de guerra en el que figuraban numerosos “objetos deseables de plata y de oro”. Forzado, sin embargo, a sofocar una revuelta interna, ‘se mantuvo apartado del rey del norte’ y no le causó más daño.
¿Cómo reaccionó el rey del norte? A Daniel se le dijo: “Él realmente entrará en el reino del rey del sur y volverá a su propio suelo” (Daniel 11:9). El rey del norte —el rey de Siria Seleuco II— devolvió el golpe. Entró en los dominios —“en el reino”— del rey del sur egipcio, pero fue derrotado. Alrededor del año 242 a.E.C. ‘volvió a su propio suelo’, replegándose con su diezmado ejército a la capital de Siria, Antioquía. A su muerte, su hijo Seleuco III le sucedió.
¿Qué se profetizó respecto a la descendencia del rey sirio Seleuco II? El ángel dijo a Daniel: “Ahora bien, en cuanto a sus hijos, se excitarán y realmente reunirán una muchedumbre de grandes fuerzas militares. Y al venir él ciertamente vendrá e inundará y pasará adelante. Pero volverá atrás, y él se excitará hasta llegar a su misma plaza fuerte” (Daniel 11:10). El asesinato de Seleuco III truncó su reinado antes de los tres años. Su hermano, Antíoco III, lo reemplazó en el trono de Siria. Este hijo de Seleuco II reunió un gran ejército para lanzar un ataque contra el rey del sur, a la sazón Tolomeo IV. El nuevo rey del norte sirio derrotó a Egipto y recuperó el puerto marítimo de Seleucia, la provincia de Celesiria y las ciudades de Tiro y Tolemaida con sus poblaciones aledañas. Tras aplastar a un ejército del rey Tolomeo IV y conquistar numerosas ciudades de Judá, Antíoco III salió de Tolemaida, en la primavera del año 217 a.E.C., y se dirigió hacia el norte “hasta llegar a su misma plaza fuerte”, en Siria. Sin embargo, se avecinaba un cambio.
Al igual que Daniel, escuchamos con expectación lo que el ángel de Jehová pasa a predecir: “Y el rey del sur se amargará y tendrá que salir y pelear con él, es decir, con el rey del norte; y ciertamente hará que una muchedumbre grande se ponga de pie, y la muchedumbre realmente será dada en mano de aquel” (Daniel 11:11). El rey del sur, Tolomeo IV, avanzó con 75.000 hombres hacia el norte, al encuentro de su enemigo. El rey del norte sirio, Antíoco III, había reclutado “una muchedumbre grande” de 68.000 soldados para hacerle frente, pero esta “muchedumbre” fue “dada en mano” del rey del sur en la batalla que se libró en la ciudad costera de Rafia, no muy lejos de la frontera egipcia.
La profecía continúa: “Y la muchedumbre ciertamente será llevada. El corazón de él se ensalzará, y realmente hará que decenas de millares caigan; pero no usará su fuerte posición” (Daniel 11:12). El rey del sur, Tolomeo IV, ‘llevó’ a la muerte a 10.000 soldados de infantería y 300 de caballería del ejército sirio e hizo 4.000 prisioneros. Seguidamente, ambos reyes firmaron un tratado en virtud del cual Antíoco III conservó el puerto sirio de Seleucia, pero perdió Fenicia y Celesiria. A raíz de esta victoria, el corazón del rey del sur egipcio ‘se ensalzó’, especialmente contra Jehová. Judá siguió estando bajo el dominio de Tolomeo IV. Sin embargo, este ‘no usó su fuerte posición’ para seguir cosechando victorias sobre el rey del norte sirio, sino que se entregó a una vida disoluta. Su hijo, Tolomeo V, se convirtió con cinco años de edad en el siguiente rey del sur, varios años antes de la muerte de Antíoco III.
A raíz de sus conquistas, a Antíoco III se le llegó a llamar Antíoco el Grande. El ángel dijo de él: “El rey del norte tiene que volver y establecer una muchedumbre mayor que la primera; y al fin de los tiempos, algunos años, vendrá, haciéndolo con una gran fuerza militar y con muchísimos bienes” (Daniel 11:13). Esos “tiempos” fueron los dieciséis años o más que habían transcurrido desde que los egipcios derrotaron a los sirios en Rafia. Cuando Tolomeo V se convirtió a tierna edad en el rey del sur, Antíoco III se dispuso a recuperar con “una muchedumbre mayor que la primera” los territorios que le había arrebatado el rey del sur egipcio. Para ello, se alió con el rey macedonio Filipo V.
El rey del sur tuvo asimismo dificultades en su propio reino. “En aquellos tiempos habrá muchos que se pondrán de pie contra el rey del sur”, había señalado el ángel (Daniel 11:14a). En efecto, mucha gente ‘se puso de pie contra él’. Aquel joven rey del sur no se enfrentó únicamente a las fuerzas de Antíoco III y el aliado macedonio de este, sino también a problemas internos en Egipto. Su tutor, Agatocles, que gobernaba en su nombre, trató con arrogancia a los egipcios, y muchos de ellos se sublevaron. El ángel añadió: “Y los hijos de los salteadores que pertenecen a tu pueblo, por su parte, serán llevados a tratar de hacer que se realice una visión; y tendrán que tropezar” (Daniel 11:14b). Hasta algunos individuos del pueblo de Daniel se hicieron ‘hijos de salteadores’, revolucionarios en cierto sentido. Sin embargo, cualquier “visión” que estos judíos tuvieran en cuanto al fin de la dominación gentil sobre su tierra natal sería falsa, y fracasarían o, dicho de otro modo, ‘tropezarían’.
El ángel de Jehová predijo además: “El rey del norte vendrá y levantará un cerco de sitiar y realmente tomará una ciudad con fortificaciones. Y en cuanto a los brazos del sur, no se mantendrán firmes, ni el pueblo de sus escogidos; y no habrá poder para mantenerse firmes. Y aquel que viene contra él hará según su voluntad, y no habrá nadie que se mantenga firme delante de él. Y se plantará en la tierra de la Decoración, y habrá exterminio en su mano” (Daniel 11:15, 16).
Las fuerzas militares de Tolomeo V, “los brazos del sur”, sucumbieron al ataque procedente del norte. Tras su victoria en Paneas (Cesarea de Filipo), Antíoco III forzó al general egipcio Scopas y a 10.000 soldados “escogidos” a refugiarse en Sidón, “una ciudad con fortificaciones”. Allí ‘levantó un cerco de sitiar’, y en el año 198 a.E.C. conquistó esa ciudad portuaria fenicia. ‘Hizo según su voluntad’, pues las fuerzas del rey del sur egipcio no pudieron mantenerse firmes delante de él. Antíoco III marchó entonces sobre Jerusalén, capital de “la tierra de la Decoración”, Judá. En 198 a.E.C., la dominación sobre Jerusalén y Judá pasó de manos del rey del sur egipcio al rey del norte sirio. De ese modo, el rey del norte, Antíoco III, ‘se plantó en la tierra de la Decoración’, y hubo “exterminio en su mano” para todos los judíos y egipcios opositores. ¿Cuánto tiempo podría actuar a su antojo este rey del norte?
El ángel de Jehová responde: “[El rey del norte] pondrá su rostro para venir con el vigor de su reino entero, y habrá términos equitativos con él; y actuará eficazmente. Y en lo que respecta a la hija de las mujeres, a él se otorgará reducirla a ruina. Y ella no se mantendrá firme, y ella no continuará siendo de él” (Daniel 11:17).
El rey del norte, Antíoco III, ‘puso su rostro’ hacia Egipto a fin de conquistarlo “con el vigor de su reino entero”, pero acabó negociando “términos equitativos” de paz con Tolomeo V, el rey del sur. Las exigencias de Roma habían obligado a Antíoco III a cambiar de planes. Anteriormente, este se había aliado con Filipo V de Macedonia para tomar los territorios del rey de Egipto, por lo que los tutores de Tolomeo V —quien en ese momento era menor de edad— habían buscado la protección de Roma. Esta aprovechó la oportunidad de ampliar su esfera de influencia e hizo una demostración de fuerza.
Coaccionado por Roma, Antíoco III presentó los términos de un acuerdo de paz al rey del sur. En vez de entregar los territorios conquistados, como Roma le había demandado, Antíoco III pensó en transferirlos nominalmente casando a su hija Cleopatra —“la hija de las mujeres”— con Tolomeo V, y otorgándole a esta en concepto de dote algunas provincias, entre ellas Judá, “la tierra de la Decoración”. Sin embargo, aunque la boda se celebró en el año 193 a.E.C., el rey de Siria no dejó que tales provincias pasaran a manos de Tolomeo V. Fue un matrimonio político, concebido para que Egipto quedara sujeto a Siria. Pero el ardid fracasó debido a que Cleopatra I ‘no continuó siendo de él’, pues acabó poniéndose de parte de su esposo. Cuando estalló la guerra entre Antíoco III y Roma, Egipto tomó partido por esta última.
En alusión a los reveses que sufriría el rey del norte, el ángel añadió: “Y él [Antíoco III] volverá su rostro a las tierras costaneras y realmente tomará muchas. Y un comandante [Roma] tendrá que hacer que el oprobio procedente de él cese para sí [para Roma], para que su oprobio [por causa de Antíoco III] no sea. Él [Roma] hará que vuelva sobre aquel. Y él [Antíoco III] volverá su rostro a las plazas fuertes de su propio país, y ciertamente tropezará y caerá, y no se le hallará” (Daniel 11:18, 19).
“Las tierras costaneras” fueron las de Macedonia, Grecia y Asia Menor. Una guerra que estalló en Grecia en el año 192 a.E.C. atrajo a Antíoco III a ese país. Roma, molesta por los intentos del rey de Siria de aumentar sus conquistas en esos territorios, le declaró la guerra formalmente y lo derrotó en las Termópilas. En 190 a.E.C. perdió la batalla de Magnesia, y alrededor de un año después tuvo que renunciar a todas sus posesiones en Grecia, Asia Menor y las zonas al oeste de los montes Tauro. Roma le impuso un tributo gravoso, y así comenzó su dominación sobre el rey del norte sirio. Tras su expulsión de Grecia y Asia Menor y la pérdida de casi toda su flota, Antíoco III ‘volvió su rostro a las plazas fuertes de su propio país’, Siria. Los romanos ‘habían hecho que el oprobio’ que les había causado ‘volviera sobre él’. Antíoco ‘cayó’ o murió en 187 a.E.C., mientras intentaba saquear un templo en Elymais (Persia). Le sucedió su hijo Seleuco IV, el siguiente rey del norte.
El rey del sur, Tolomeo V, trató de conseguir las provincias que componían la dote de Cleopatra y que, por tanto, debería haber recibido, pero sus planes quedaron truncados, pues murió envenenado. El trono pasó a Tolomeo VI. ¿Y Seleuco IV? Necesitado de dinero para pagar el cuantioso tributo que adeudaba a Roma, envió a su tesorero, Heliodoro, a requisar los tesoros que, según se cree, albergaba el templo de Jerusalén. Heliodoro ambicionó el trono y mató a Seleuco IV, pero el rey Eumenes de Pérgamo y el hermano de este, Atalo, hicieron que fuera Antíoco IV, hermano del rey asesinado, quien subiera al poder.
El nuevo rey del norte, Antíoco IV, quiso demostrar que era más poderoso que Dios tratando de suprimir el culto a Jehová. Insolentemente, dedicó el templo de Jerusalén a Zeus, o Júpiter. En diciembre del año 167 a.E.C., se erigió un altar pagano encima del gran altar en que se efectuaba a diario una ofrenda quemada a Jehová y que se hallaba en el patio del templo. Diez días después, se ofreció un sacrificio a Zeus sobre el altar pagano. Esta profanación provocó la sublevación de los judíos comandados por los Macabeos, a quienes Antíoco IV combatió durante tres años. En 164 a.E.C., en el aniversario de la profanación, Judas Macabeo volvió a dedicar el templo a Jehová, instituyéndose la fiesta de la Dedicación (Hanuká) (Juan 10:22).
En el año 161 a.E.C., los Macabeos probablemente firmaron un tratado con Roma, y en 104 a.E.C. establecieron su propio reino. Sin embargo, las fricciones entre ellos y el rey del norte sirio no cesaron. Al final, se solicitó la intervención de Roma. El general romano Cneo Pompeyo tomó Jerusalén en 63 a.E.C., tras un asedio de tres meses. En 39 a.E.C., el Senado romano nombró rey de Judea a un edomita, Herodes, que acabó con el gobierno macabeo cuando conquistó Jerusalén en 37 a.E.C.
El monarca sirio Antíoco IV invade Egipto y se proclama rey de ese territorio. A instancias del rey egipcio Tolomeo VI, Roma envía al embajador Cayo Popilio Lenas, quien lleva consigo una flota impresionante y órdenes del Senado romano de que Antíoco IV renuncie al trono de Egipto y abandone el país. El rey de Siria y el embajador romano se encuentran frente a frente en un barrio de las afueras de Alejandría, Eleusis. Antíoco IV pide tiempo para consultar con sus consejeros, pero Lenas traza un círculo en torno a él y le dice que ha de responderle antes de cruzar la línea. Humillado, Antíoco IV se pliega a las exigencias de Roma y regresa a Siria (año 168 a.E.C.), lo que pone fin a la confrontación entre el rey del norte sirio y el rey del sur egipcio.
En virtud de su supremacía en Oriente Medio, Roma sigue dominando a Siria. Por consiguiente, si bien otros reyes de la dinastía seléucida gobiernan en ese país tras la muerte de Antíoco IV, en 163 a.E.C., no ocupan la posición de “rey del norte” (Daniel 11:15). Finalmente, Siria se convierte en una provincia romana en 64 a.E.C.
La dinastía tolemaica de Egipto conserva el puesto de “rey del sur” durante algo más de ciento treinta años después de la muerte de Antíoco IV (Daniel 11:14). En el año 31 a.E.C., el gobernante romano Octavio derrota en la batalla de Accio a las fuerzas aliadas de la última reina tolemaica, Cleopatra VII, y del amante de esta, el romano Marco Antonio. Tras el suicidio de Cleopatra al año siguiente, Egipto también se convierte en una provincia romana, con lo que deja de ser el rey del sur. En el año 30 a.E.C., Roma ha subyugado tanto a Siria como a Egipto.
El efecto de la helenización en los judíos. Cuando el Imperio griego se dividió entre los cuatro generales de Alejandro, Judá se convirtió en un estado fronterizo, entre el régimen tolemaico de Egipto y la dinastía seléucida de Siria. En el año 198 a. E.C. los seléucidas conquistaron esta tierra, que en un principio estuvo bajo el control de Egipto. Con el fin de unificar a Judá con Siria en el espíritu de la cultura helénica, se promovió la religión griega en todo el territorio, así como el idioma, la literatura y el estilo de vestir.
Para el año 200 a. E. C, Seleucia del Tigris en Babilonia tenía unos 600.000 habitantes. Alejandría unos 400.000 a 600.000 habitantes. Cartago unos 150.000 a 300.000 habitantes. Otras fuentes señalan que en 300 a. E. C, Cartago pudo tener casi 700.000 habitantes. Roma, unos 150.000 habitantes.
Se fundaron colonias griegas por todo el país, incluso en Samaria (que a partir de entonces se llamó Sebaste), en Akkó (Tolemaida) y Bet-seán (Escitópolis), así como en algunos lugares situados al E. del Jordán donde no había poblaciones. En la ciudad de Jerusalén se abrió un gimnasio, que atrajo a muchos jóvenes judíos. Como los juegos griegos estaban ligados íntimamente a la religión, el gimnasio era un medio de erosionar la adherencia judía a los principios bíblicos. Durante todo ese período, la infiltración helénica alcanzó incluso al sacerdocio judío. Por esa vía comenzaron a enraizarse paulatinamente un conjunto de creencias en otro tiempo ajenas al pensamiento judío, como la enseñanza pagana de la inmortalidad del alma y la idea de la existencia de un mundo subterráneo donde se sufría tormento después de la muerte.
Cuando Antíoco Epífanes profanó el templo de Jerusalén (168 a. E.C.) introduciendo en él el culto a Zeus, se alcanzó el punto álgido de la helenización judía; la rebelión no se hizo esperar y estallaron las guerras macabeas.
En Alejandría (Egipto), donde la colonia judía ocupaba un sector importante de la ciudad, la helenización fue también muy fuerte. Algunos judíos alejandrinos se dejaron arrastrar por la popularidad de la filosofía griega, y hubo autores judíos que pensaron que era necesario adecuar las creencias judías a las “nuevas tendencias”. Pretendieron demostrar que las ideas filosóficas griegas en boga en realidad habían estado antecedidas por ideas similares recogidas en las Escrituras Hebreas o que hasta se derivaban de estas.
Régimen romano sobre los estados griegos. Macedonia y Grecia (una de las cuatro divisiones del imperio de Alejandro) cayeron ante los romanos en el año 197 a. E.C. Al año siguiente, el general romano proclamó la “libertad” de todas las ciudades griegas. Esto significaba que no se exigiría ningún tributo, pero a cambio Roma esperaba una total cooperación, lo que llevó a un fuerte sentimiento antirromano. Macedonia guerreó contra los romanos, pero volvió a ser derrotada en 168 a. E.C., y unos veinte años después se convirtió en una provincia romana. La Liga Aquea, encabezada por Corinto, se rebeló en 146 a. E.C.; los ejércitos romanos marcharon hacia el S. de Grecia y destruyeron Corinto. Se formó la provincia de “Acaya”, que para el año 27 a. E.C. llegó a incluir toda la parte meridional y central de Grecia. (Hch 19:21; Ro 15:26).
El período de la dominación romana supuso para Grecia la decadencia política y económica. Lo único que prevaleció fue su cultura, que ejerció una notable influencia en los conquistadores romanos. Importaron con avidez la escultura y la literatura griegas. Templos enteros se desmantelaron y embarcaron hacia Italia. A muchos de los jóvenes de Roma se les educó en Atenas y en otros centros docentes griegos. Grecia, por otro lado, adoptó una actitud retrógrada, concentrándose en su pasado.
“Helenos” del siglo I E.C. En el tiempo del ministerio de Jesucristo y de sus apóstoles todavía se conocía a los nativos de Grecia o a los que eran de la raza griega por el nombre de hél·lē·nes (singular, hél·lēn). Los griegos llamaban a las personas de otras razas “bárbaros”, que significa simplemente extranjeros o los que hablan una lengua extranjera. En Romanos 1:14 el apóstol Pablo también contrasta a los “griegos” con los “bárbaros”.
Sin embargo, en algunas ocasiones Pablo usa el término hél·lē·nes con un sentido más amplio. Particularmente cuando lo contrasta con los judíos, emplea el vocablo hél·lē·nes o griegos en representación de todos los pueblos que no eran judíos. (Ro 1:16; 2:6, 9, 10; 3:9; 10:12; 1Co 10:32; 12:13.) De ahí que en el capítulo 1 de Primera a los Corintios, Pablo parangone a los “griegos” (vs. 22) con las “naciones” (vs. 23). Parece ser que este uso se debió a la importancia y preeminencia del lenguaje y la cultura griegos en todo el Imperio romano. En cierto sentido, ‘encabezaban la lista’ de los pueblos que no eran judíos. Pero esto no significaba que Pablo o los otros escritores de las Escrituras Griegas Cristianas usaran hél·lē·nes en sentido vago, como sinónimo de “pagano”, según han supuesto algunos comentaristas. Como prueba de que hél·lē·nes se usaba para identificar a un pueblo determinado, en Colosenses 3:11 Pablo se refiere a los ‘griegos’ y los distingue del “extranjero [bár·ba·ros]” y el “escita”.
En la misma línea, el helenista Hans Windisch, dice: “No se puede demostrar que el sentido del término ‘gentil’ [por hél·lēn] [...] provenga del judaísmo helénico o del N.T.”. (Theological Dictionary of the New Testament, edición de G. Kittel; traducción y edición de G. Bromiley, 1971, vol. 2, pág. 516.) No obstante, Windisch indica que en algunas ocasiones los escritores griegos emplearon el término hél·lēn para referirse a personas de otras razas que habían adoptado la lengua y la cultura griegas, es decir, personas que se habían “helenizado”. Por consiguiente, cuando en la Biblia se emplea el término hél·lē·nes, o griegos, hay que tener en cuenta que existe la posibilidad de que en muchos casos las personas aludidas no fuesen en realidad griegos de nacimiento o ascendencia.
Es probable que se llamase “griega” a la mujer de nacionalidad sirofenicia cuya hija sanó Jesús (Mr 7:26-30) por ser de ascendencia griega. Los “griegos entre los que había subido a adorar” en la Pascua y que solicitaron ver a Jesús debían ser prosélitos griegos de la religión judía. (Jn 12:20; obsérvese la declaración profética de Jesús en el vs. 32 en cuanto a ‘atraer a él a hombres de toda clase’.) El término hél·lēn se aplica tanto al padre de Timoteo como a Tito (Hch 16:1, 3; Gál 2:3), lo que quizás signifique que eran de raza griega. Sin embargo, en vista de la supuesta tendencia de algunos escritores griegos a emplear hél·lē·nes para referirse a los que no eran griegos, pero que hablaban griego y eran de cultura griega, y en vista de que Pablo usó dicho término en el sentido representativo considerado antes, cabe la posibilidad de que todas estas personas fuesen griegas en este último sentido. Sin embargo, el hecho de que la mujer griega estuviese en Sirofenicia, el que el padre de Timoteo residiese en Listra (Asia Menor) o que Tito al parecer hubiese residido en Antioquía de Siria, no es prueba de que no fueran de raza griega o descendientes de griegos, pues en todas estas regiones había colonos e inmigrantes griegos.
Cuando Jesús le dijo a cierto grupo que iba a ‘irse al que le había enviado’ y que ‘donde él estaba yendo ellos no podían ir’, los judíos se dijeron entre sí: “¿A dónde piensa ir este, de modo que nosotros no hayamos de hallarlo? No piensa ir a los judíos dispersos entre los griegos y enseñar a los griegos, ¿verdad?”. (Jn 7:32-36.) Con la expresión “los judíos dispersos entre los griegos” querían decir simplemente eso: no los judíos de Babilonia, sino los que estaban esparcidos por todas las lejanas ciudades griegas y países occidentales. Los relatos de los viajes misionales de Pablo revelan la extraordinaria cantidad de inmigrantes judíos que había en tales regiones griegas.
Las personas mencionadas en Hechos 17:12 y 18:4, donde se habla de las ciudades griegas de Berea y Corinto, ciertamente eran de ascendencia griega, como también pudieron haberlo sido los “griegos” de Tesalónica, en Macedonia (Hch 17:4); de Éfeso, en la costa occidental de Asia Menor, colonizada durante mucho tiempo por los griegos y en otro tiempo la capital de Jonia (Hch 19:10, 17; 20:21), e incluso de Iconio, en la parte central de Asia Menor (Hch 14:1). Aunque la combinación ‘judíos y griegos’ que aparece en algunos de estos textos puede indicar que Lucas, al igual que Pablo, utilizó el término “griegos” para designar a los pueblos no judíos en general, en realidad solo Iconio estaba situada geográficamente fuera del mundo propiamente griego.
Para el año 100 a. E. C, Seleucia del Tigris en Babilonia tenía unos 250.000 habitantes; Alejandría entre 500.000 a 750.000 habitantes; Cartago, de 350.000 a 500.000 habitantes; y Roma, 1.000.000 de habitantes.